Carnicería
Cuelgan reses sangrantes tan bien dispuestas que parecieran adornar de fiesta brava la carnicería.  
Y con arte de torero, rebanando finamente medallones de filete, y furia de toro picado, está uno de los carniceros, el gordo grandote, vociferando con harta grasa contra el otro, el enjuto con bigotito, que allá atrás, cortando chicharrón, masculla frases crujientes y picosas. 
—¡Quedejes d'andar de chingaquedito, pinche cabrón! grita el gordote. 
Pero el flaco está resentido, y sigue, entre chicharrones, con quién sabe qué canción: 
—... ni qué chorizos ni qué morongas, puto puerco... 
—¡...Quedejes Chingaquedito Cabrón! 
—... morongas, puto puerco... 
Morado moronga se pone el puerco y cae de golpe sobre el cabrón y le tuerce un brazo y vuela una hoja de chicharrón y "vas a ver cabrón" y le encaja el cuchillo ensangrentado de res en el estómago. Y el flaco se dobla de dolor sobre una mesa, mientras dice el gordo, volviendo al mostrador, como su rostro del morado al rojo, al carne, al blanco: 
—Ya, ya Chencho, no le hagas al payaso que apenas si te rocé... Ándale, ya párate, no seas maricón. 
Y, cuchillo en mano, se dirige al único cliente, el único que vio todo, un niño: 
—¿Y tú, patroncito, qué vas a llevar? 
 
 
La Jornada Semanal núm. 50, 21 de abril de 1996.  
 


 
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