Balbuceos o lo que dijo el Bautista
(fragmentos)
Digamos que fue a efecto de violentar la blancura que antecede a todo pensamiento, que me dispuse a levantar este castillo de naipes tembloroso. Pues la blancura que a sí misma se indaga no es la blancura eterna. Una suerte de desarrollo, entonces, de una transparencia irrisoria sobre otra, más flexible, pero no menos brutal. ¿O diremos jocosa, jubilante? No será menos preciosa al despliegue del texto entre los duros naipes bendecidos por el fragor de su inquietante inutilidad. Este edificio nada edificante, condenado está al derrumbamiento, ya sea ahora, o en el último instante de la eternidad. Ahí reside, pues, toda la gracia que permea su construcción. Debe tratarse, ante todo, de asumir este papel de supremo arquitecto del ilusionismo, que, en último caso, dada la posibilidad de un derrumbamiento prematuro, a sí mismo se engañará con esa vacuidad exultante que ante sí germinaría (El primer semen de la mente, Rig Veda). Estoy perdiendo la Cabeza; estoy recuperando el Cielo, y saboreo lo abismal como un terrón de azúcar. El deleite de lo efímero.
Cabeza celosa del cielo, pero en él abierta y derramada, grifo de sueños, liviana como el aire pero cargada de glaciares y sucesivos resplandores pétreos. Desde la soledad de tal testa diversificadora y única, una animación de códices fustiga la oscuridad del cráneo. Cae, creadora somnolienta, sobre sus viejos relatos como sobre una ardiente almohada destiladora de aceites y resinas que hacen el sueño más rarificado y amplio. Una manada de magníficos cebúes en el vibrante espacio muere y renace en un abrir y cerrar de ojos. Una visión que decapita. 
 
  
(Balbuceos o lo que dijo el Bautista.)
 


 
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