El Horizonte 

    En el edificio de nuestra poesía, la ventana;
    la ventana grande que mira
    al campo, hambrienta cada noche,
    de desayunarse un nuevo panorama cada día.

    José Gorostiza


I

En un México cimentado por los ateneístas en las dos primeras décadas del siglo y por los requerimientos culturales de la Revolución institucionalizada, los Contemporáneos deslindaron el horizonte de la poesía en los años veinte, y consagraron su primer edificio a José Juan Tablada y Ramón López Velarde, dos deidades sincréticas de la tradición hispanoamericana moderna. En repetidas ocasiones se ha hecho la crónica de aquellos primeros asentamientos literarios, así como el de los sucesivos que conformaron el espacio poético de nuestros días. Lejos de reconstruir esa traza, bastará con demarcar el territorio de esta casa en construcción, visible en el horizonte desde la década de los ochenta.
    En los últimos veinticinco años han cambiado las estrategias de los escritores emergentes para irrumpir en el medio cultural mexicano. Hoy el lanzamiento de una revista ya no es el boleto de primera para ingresar al salón de la fama generacional. Por el contrario, fue una de las credenciales más prestigiadas, digamos, del anterior fin de siglo a la febril y contracultural actividad literaria de los años setenta. "En el umbral" de su presentación preateneísta, afirmaron en 1906 los editores de Savia Moderna: "Savia nueva y crepitante nos da derecho a vivir. Ideales sinceros e intensos, nos dan derecho al Arte. He aquí explicado por qué somos y a qué venimos." Modalidades menos utilizadas pero igualmente eficaces, fueron la difusión de manifiestos —ya sea el estridentista en los veinte o el poeticista en los cincuenta— y la publicación de un primer libro colectivo como La espiga amotinada (1959).
    Sin lugar a dudas, la ruta historiográfica más evidente es la que han trazado las publicaciones periódicas, "de la Revista Azul a la Revista Mexicana de Literatura" —escribió Octavio Paz en un artículo que celebra el quinto aniversario de Vuelta. No es gratuito que Paz delimite su trazo en los años sesenta porque la correspondencia entre comunidades literarias y revistas empieza a diluirse en aquella década. Aún la llamada generación "de medio siglo" se promueve con la revista del mismo nombre, y se consolida en la Revista Mexicana de Literatura. En cambio, las siguientes promociones de escritores "despertaron al secreto y la magia de las letras amparados en la generosidad de sus mayores" —afirmó José Emilio Pacheco al recordar su participación en Estaciones, la revista de Elías Nandino en la que también colaboraron Carlos Monsiváis y Sergio Pitol. Esa tendencia continuó con la publicación de los Cuadernos del Unicornio, promovidos por Juan José Arreola, y su posterior magisterio al frente del taller y la revista Mester. Después de Tlatelolco, el panorama cultural era desolador: "Hoy —dijo Tomás Segovia en 1969— apenas es exagerado decir que no sólo no hay generación, ni aun grupos, sino ni siquiera conversación." En aquel páramo, el gobierno en turno hizo florecer, mediatizándolas, la burocracia cultural y la vida académica del país. En unas líneas que anticipan el panorama cultural de la presente década, Gabriel Zaid escribió hace más de quince años: "[En los setenta] proliferaban las instituciones, los burócratas, los maestros, los investigadores, los estudiantes, las carreras de letras, los viajes, las revistas, las ediciones". Frente a la estrategia político-cultural del "ogro filantrópico", para em plear la ironía certera de Paz, muchos jóvenes apostaron su talento poético y editorial a la independencia literaria. Uno de los actores de aquella faceta contracultural, Raúl Renán, escribió en Los otros libros: "[éstos] cobran auge en México en el periodo que los críticos circunscriben entre 1976 y 1983. Lo han llamado 'Edad de Oro' porque es, durante estos años, cuando florece este fenómeno editorial que ve aparecer a los otros editores, produciendo con obstinación y energía las más variadas concepciones de los otros libros, con todas sus consecuencias, llámense revistas, periódicos y diarios, panfletos, volantes y ediciones de autor."
    1976 fue un año importante para algunos poetas que se dieron a conocer en revistas como Latitudes, El Ciervo Herido y La Mesa Llena. David Huerta y Ricardo Castillo publicaron, respectivamente, dos libros perdurables: Cuaderno de noviembre y El pobrecito señor X, y Jaime Reyes su desigual Isla de raíz amarga, insomne raíz. Por aquel tiempo, en el que los poemas circularon impresos en papeles de estraza, e incluso en hojas de maíz, los poetas jóvenes solían llevar "tres pesos y huaraches / y un libro yo creo que Ladera este" —como escribió Ricardo Yáñez en uno de sus "Pretextos"—; o bien, se consignaban algunas "Reflexiones a partir de la desmesurada longitud de los pies":

Provengo de una familia
en la cual todos tenemos los pies grandes.
Mis pies miden treinta centímetros
y los de mi hermano el mayor treinta y dos.

Toda mi familia mide un kilómetro

Sin esta ligereza de Castillo pero con la misma eficacia, Huerta había alcanzado en Cuaderno de noviembre otro registro en el extremo del diapasón de los setenta:

Yo volvía entre la magnitud confusa, rodeado por la
      [sombra del reino, por el minuto que pasaba
con sus naufragios y sus tintas,
esperando las reanudaciones de la noche,
la fijeza de la misericordia y el color de la tarde

Los dispositivos de enunciación de estos dos poetas pueden medirse en sus respectivas, distantes, filiaciones directas: la poesía beat seguida con prudente distancia por Castillo, y la fidelidad de Huerta a la poesía en lengua española: Lezama Lima, el Neruda de las Residencias, Eduardo Lizalde y José Carlos Becerra. El escepticismo de Huerta frente a la vulgarización de la literatura underground se refrendó en "El joven deja de serlo", poema central de Versión para entender el agotamiento de las mitologías vitalistas al término de los setenta.
    Debido a tan oportuno deslinde, Huerta se liberó de la imagen paradigmática del eterno poeta joven. En cambio, ese lastre marcó por años la lectura de las obras de Castillo y Becerra, a pesar de la muerte de éste —o gracias a ella— en 1970. Tal vez la configuración de ese mito byroniano se deba a una serie de lecturas compensatorias de la crítica que fue delegando su tarea en el aura de Poesía en movimiento (1966), la antología de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. En adelante, el interés por entender y comentar la poesía de los jóvenes se quedó en revistas y suplementos culturales, hasta que en 1977 José Joaquín Blanco publicó Crónica de la poesía mexicana. En el capítulo final de éste, "El espacio poético de los setentas: del 'Paraíso profanado' a las 'Pinches piedras' ", se esbozan ya algunos rasgos de la "nueva poesía" que se documentarán en la Asamblea de poetas jóvenes de México de Gabriel Zaid, publicada en 1980. Por ejemplo: "De 1968 a la fecha han aparecido más de quinientos libros de poesía; esta cifra ya malthusiana sólo revela lo mínimo, puesto que la actividad poética ha preferido en estos años —asimilando o trasplantando la política cultural de Cuba y de la Unidad Popular, y recordando la de la España Republicana— otros vehículos más populares, como recitales. talleres, mítines, volantes, audiciones, cuadernillos mimeografiados, pequeños periódicos y revistas."
    En la "Explicación" de la Asamblea..., Zaid deslinda el fenómeno historiográfico de los años setenta (el éxito "paradójico", inmovilizador, de Poesía en movimiento) del histórico ("la explosión de la población poética por la prosperidad cultural"). La vigencia documental del trabajo de Zaid radica en el talento de un crítico creativo y un historiador pertinente: "Ante un gran número de poetas, ante una prosperidad genérica inusitada, me pareció que se imponían los métodos numéricos, los análisis colectivos." Pese a esta labor, la persistencia institucional de Poesía en movimiento fue tanta que José Joaquín Blanco reiteraba en 1989: "Por falta de crítica, por injustificado desprecio, por la publicidad y aun por la mercadotecnia poéticas, parece que en tal fecha y en tal libro se cerró la historia; que los poetas más jóvenes de México siguen siendo Homero Aridjis y José Emilio Pacheco; que después no ha pasado nada." Lo cierto es que, bajo el puente de catorce años que tendieron las dos antologías mencionadas, había fluido la poesía de los jóvenes que se dan a conocer desde 1966 y que escriben inmersos en las consecuencias político-culturales de Tlatelolco.
    Antes de dejar atrás esa oleada de poetas, debo decir aún que Castillo y Huerta no fueron los únicos que cruzaron la línea de sombra trazada por la morosidad e indiferencia de la crítica frente al prestigio de Poesía en movimiento. Desde la perspectiva actual de sus obras, iniciadas por lo menos con un libro antes de 1980, debe mencionarse a Elsa Cross y Francisco Hernández, entre los de mayor edad, seguidos por Luis Miguel Aguilar, Alberto Blanco, Coral Bracho, Marco Antonio Campos, Antonio del Toro, Eduardo Hurtado, Carlos Montemayor, Vicente Quirarte, José Luis Rivas, Verónica Volkow y Ricardo Yáñez. Por su parte, en el "Post-scriptum" de 1986 Paz reconoce —hay que recordarlo porque la humildad debería de ser, con mayor frecuencia, una de las pulsiones de la crítica— que, en el prólogo de la antología, "la porción más vulnerable de mi ensayo es la sección 'Juego'. Ahora, al releerla siento rubor, irritación y mareo. Fue una apuesta. Perdí en muchos casos." Con ello, no quiero afirmar que los poetas mencionados en líneas anteriores tuvieran obra para figurar en Poesía en movimiento. De hecho sólo Cross había publicado antes de 1970: Naxos, justo en 1966. Las exclusiones reconocidas por Paz y las debatidas en recensiones o antologías como Palabra nueva. Dos décadas de poesía en México, de Sandro Cohen, fueron otras y merecen un estudio detallado. Cuando se conozcan las causas reales o probables tras ellas, tendremos más claro que los supuestos villanos de la historia literaria pueden ser, también, producto de la indolencia crítica.


II

En agosto de 1994, la Casa del Poeta, fundación que promueve la vida literaria en la ciudad de México y cuya sede se encuentra en la antigua casa de Ramón López Velarde, me invitó a revisar el abundante material de un ciclo de presentaciones dedicadas a poetas nacidos en los años sesenta. Para complementarlo, Elsa Cross, entonces directora de la Casa, solicitó a diversas instituciones estatales de cultura que participaran, enviando más poemas para una eventual antología. Reposado mi entusiasmo inicial, hice extensiva la invitación a Malva Flores, Rodolfo Mata y David Medina Portillo. Los tres aceptaron con la condición de no ser jueces y parte del territorio que los ha visto crecer como poetas.
    Pese a que el material primigenio parecía puesto en bandeja de plata para añadirle un prólogo y los respectivos agradecimientos y créditos, al confrontarlo con nuestras expectativas de lectura, como desafío nos resultó más estimulante (y confiable) partir de libros y no sólo de ciertos poemas tocados por la gracia, que por lo demás siempre salen a flote en la resaca de las publicaciones periódicas. Esa manera de avanzar en un medio exuberante demandaba acotar las propuestas poéticas mejor articuladas en poemarios, y llevar la bitácora de los autores en notas críticas y noticias bibliográficas para conformar un apartado del volumen en ciernes. En consonancia con el ejercicio de lectura que nos propusimos, se optó por elegir libros que toleraran la selección de una muestra suficiente del quehacer de cada poeta. Como pudo haber ocurrido con cualquier otro criterio, éste fue replanteándose. Dos ejemplos de aquellas discusiones: la inclusión de autores que con un poemario han dejado constancia de su dominio formal y posición crítica; o bien, el cuestionamiento a quienes, con más bibliografía pero con menos capacidad de diálogo, pretenden insertarse en determinadas tradiciones. En esos casos, no dejamos de preguntarnos dónde se miden con mayor justicia el oficio y el talento poéticos. ¿En la breve e intensa poesía de san Juan de la Cruz, o en el tedio desbordado de Fernando de Herrera? Después de todo, la orilla incierta de otros lectores sólo será alcanzada por obras embotelladas sin prisa pero con ambición de perdurar, más allá de su mundanidad literaria y de las comunidades que las ven nacer.
    Decididos a no entregar en exclusividad la estafeta a los autores nacidos en los sesenta, sancionando con otra antología el mítico relevo generacional por décadas, empezamos por señalar, en el mapa de un territorio que emergió de la Asamblea de poetas jóvenes de México, la presencia de los autores nacidos desde 1959 hasta 1971. El siguiente paso fue ver más allá de la presbicia centralista que, muy a su pesar, va dejando de serlo. En la Asamblea... Zaid afirmó: "La dispersión parece insuperable, y se explica: la gente del interior no espera atención de la capital y prefiere concentrarse en lo suyo." Casi podría decirse que, en los últimos años, las otrora comunidades marginadas están dispuestas a desplazar al centro. Basta con asomarse al abultado catálogo del fondo editorial Tierra Adentro y a la notable nueva época de su revista, para comprobar los beneficios actuales de haber nacido más allá de Cuautitlán: antologías y libros individuales en magníficas ediciones, oportunidades para solicitar becas allá y aquí, programas de radio... ¿Espejismos de la cultura enriquecida por las aportaciones del Estado? Lo cierto es que esos aires de difusión "nacional" vuelven inoperante la comodidad centralista con la que se establecieron cánones de indudable trascendencia poética. Ahí sigue, más o menos fracturado, el espacio fundacional de los Contemporáneos para documentar la nostalgia de la crítica por una unidad irremediablemente perdida. Por otra parte, contábamos con el modelo antológico zaideano que, al encontrar demasiado estrechos los caminos del centralismo literario a finales de los setenta, inauguró su propia estrategia. Irrepetible, a pesar de la propuesta de Zaid en las últimas líneas de su "Explicación" de que se r ealizara otra asamblea en un par de años. Con auténtico carácter "nacional", nadie ha tomado la difícil (si no es que titánica) decisión de convocarla. Cada día son más válidos los argumentos de quienes optan por preparar antologías o estudios ceñidos a peculiaridades poéticas de tradiciones locales: las de Jalisco, Chiapas y Veracruz, por citar tres de las más perdurables.
    Sin ambicionar esa ideal asamblea zaideana (o zaidista como la llamó Efraín Huerta), pero conscientes de que es posible trazar coordenadas confiables para descubrir lo que ocurre más allá de la vida literaria metropolitana, ampliamos la nómina inicial de los poetas estatales y la de los nacidos o formados en la ciudad de México. Convencidos de la materia crítica que aportan las antologías, a pesar de su frecuente molicie o de las estrategias de poder cultural que pueden impulsarlas, revisamos el mayor número posible de compilaciones estatales e, idealmente, nacionales. Después pasamos a la lectura de todos los libros colectivos y de autor a nuestro alcance, atendiendo a la crítica pero sin someternos a criterios de representatividad genérica, comunitaria, cronológica o local. Con mayor insistencia, empezó a intrigarnos el hecho de que varios autores nacidos después de 1959 no figuraran en antologías como Poetas de una generación (1950-1959) y La sirena en el espejo. Además de la escasa producción de quienes se habían resistido a las redes antológicas precedentes, su exclusión se debía —conjeturábamos— a lecturas poco atentas a la exploración de las poéticas y su entorno cultural. Para abrir el candado de la metodología inaugurada por Jesús Arellano con la Antología de los cincuenta, volvimos al parteaguas de la Asamblea...
    Un acierto notable de Zaid fue el cuestionamiento, implícito en la selección, a la comodidad metodológica de sumar generaciones por décadas como quien reparte certificados de estudios. De esa manera se explica que aquella convocatoria estuviera abierta a los nacidos entre 1950 y 1962. El mapa de la "terra incógnita" de los setenta, metáfora zaidista de la poesía no explorada por la crítica de esa década, conserva su pertinencia historiográfica. En uno de sus extremos se alcanza a ver, con dificultad por la incipiente producción de los últimos catorce antologados, un margen escritural que crecerá en la década de los ochenta. Por las notas y los documentados apéndices de Zaid, sabemos que aquellos autores, nacidos entre 1959 y 1962, hicieron sus primeras armas en revistas y suplementos "marginales" (Cartapacios, El Zaguán, La Letra y la Imagen, Tornaviaje, Péñola y Guernica, entre otras), que sólo seis habían reunido sus poemas en libros personales o colectivos. ¿Qué se fizo tanto poeta después de 1980? Llama la atención que quienes han perdurado publiquen con extremada cautela. Reconcentrados y lentos —como se veía a sí mismo José Gorostiza antes de publicar Muerte sin fin—, Sergio Negrete, Alfonso D'Aquino y Aurelio Asiain, seguidos por Tedi López Mills y Baudelio Camarillo (ambos de 1959 y ausentes en la Asamblea...) son los fundadores de un espacio en construcción que, desde los ochenta, actualiza el horizonte de la poesía en México.
    En 1981, D'Aquino "paró" los tipos para la edición de su primer libro, impreso por Juan Pascoe, uno de los "otros editores" de los setenta. Pero el vínculo con la (contra)cultura iba más allá de la relación artesanal entre autor y editor. Prosfisia fija el gozne entre la década que vio nacer literariamente a la promoción de poetas desprendidos de la Asamblea... y su necesidad de remontar los modelos inmediatos para inscribirse en otras vertientes de la tradición poética de Hispanoamérica. En Prosfisia, D'Aquino articula la poesía concreta —vía las propuestas de Blanco— con la interpretación descarnada de la crisis cultural posterior al 68, sin recurrir a los excesos comprometidos y vitalistas que perpetuaban los seguidores de las tiradas versiculares de Jaime Reyes y del verso, demasiado libre, de Castillo en La oruga. La eficaz amalgama de dos tendencias escriturales tan disímbolas debió llamar la atención del jurado del concurso "Carlos Pellicer" para obra publicada, pues le otorgó a D'Aquino el primer lugar en aquel año.
    La espléndida edición de Prosfisia es un reflejo de la poética de su primera parte, que no quería decir "Nada", como indica el título de la sección, más allá de la experiencia mallarmeana de una escritura temerosa de "desdibujar" la nitidez de la página :
blanca hoja
donde me (v/l/cr)eo leyendo

En contraste con esta explosividad semántica, el montaje narrativo e intertextual permea la densidad referencial de la segunda parte del libro, cuyo extenso poema "La peste" se detiene oportunamente al borde del precipicio "infrarrealista" en el que se despeñaron tantos talentos jóvenes.
    Otros fueron los caminos de Aurelio Asiain y Sergio Negrete. En 1982 el primero oscilaba entre el conocimiento de las formas fijas y la brevedad eficaz de Zaid, según se aprecia en esta "Canción", no recogida en República de viento:

Anda,
levántate y olvida,
atiende a lo que pasa.

Aprende a caminar
a ciegas por tu casa.

Es evidente la voluntad de Asiain para darle la vuelta a la vulgarización de las normas estéticas underground, que condenaban a los autores desprendidos de la Asamblea... a ser tan "eternamente jóvenes" como Becerra y Castillo se habían vuelto con los respectivos procesos mitológicos de El otoño recorre las islas y El pobrecito Señor X. Para eludir aquel purgatorio de la crítica, no era suficiente con rebelarse esporádicamente publicando en la prensa algunos poemas o reuniendo un mayor número de ellos en volúmenes colectivos. Mientras no contaron con propuestas en forma de libro, varios poetas hicieron del silencio un rasgo distintivo.
    Si recordamos que David Huerta, Jaime Reyes y Castillo publicaron sus primeros libros antes de cumplir 25 años, se entenderá el reto de los poetas más jóvenes para sacar adelante su vocación con un mínimo de presencia en el medio. Esa actitud a contracorriente se expresó en la gestación sólida de los "tardíos" primeros libros de Camarillo (Espejos que se apagan, 1988), López Mills (Cinco estaciones, 1989), Asiain (República de viento, 1990) y Negrete (Balbuceos o lo que dijo el Bautista, 1994). Entre estas fechas y los poemas iniciales de dichos autores, hay casi tantos años como los que esperó, también, D'Aquino para dar a conocer su segundo título en 1992: piedra no piedra. En contraste con esa cautela, la siguiente promoción de poetas ha publicado, desde mediados de la década anterior, con precocidad similar a la de los autores emblemáticos de los setenta. Un ejemplo de esta tendencia (el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1992, obtenido por Ernesto Lumbreras a los 26 años) tolera desde luego varias lecturas; la que ahora me interesa subraya algunos matices de la reorientación cultural asociada con el fantasma del próximo milenio.
    En la presentación de una encuesta, "Octavio Paz y los escritores jóvenes" (1992), se advirtió que las generaciones futuras "no creerán posible tanta calamidad" padecida en estos tiempos: "los nacidos en los sesenta van componiendo sus efemérides juveniles con los muertos que les deparó el terremoto y con la triste imagen de tórtolas o gorriones caídos 'por ingerir piracanto' ". Este temple(te) generacional neoapocalíptico, se empezó a construir en 1985, en torno al "Festival música verbal e imagen. La generación de fin de siglo". Leemos en sus memorias: "En más de un sentido este grupo es una apuesta al futuro, que en medio de los difíciles acontecimientos históricos crea, se expresa y dirá todavía muchas cosas antes del final del siglo, aunque sobre todo, habrá de decirlas en el siglo que viene [...] Aun más, creo que han aceptado el parricidio institucionalizado, aunque lo ven como parte del anquilosamiento y la vejez del sistema social en el que se desenvuelven." Doce años después de tan grave encomienda, los escritores nacidos de 1958 en adelante aún no aterrizan un "proyecto generacional" en este siglo ni creo que estén dispuestos a ponerlo en órbita para el siguiente. Su distancia con respecto a los usos y costumbres culturales de generaciones precedentes constituye, quizá, una estrategia peculiar para abrirse camino en el medio literario mexicano, tan cercado por espinosas prácticas institucionales. Entre ellos, algunos editan las revistas literarias y académicas más prestigiadas del país, otros difunden la actividad cultural patrocinada por el Estado y las universidades, los menos viven al margen del quehacer institucional. Desde 1990 la mayoría aspira a obtener alguna de las becas del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Pero esa polémica factura habrá qu e cobrarla más a fondo, quizás, cuando los gobiernos en turno renuncien al mecenazgo de autores con público tan exiguo, en beneficio de una de sus tareas impostergables: formar lectores críticos. A propósito de la pertinencia del sistema de becas y de sus posibles consecuencias de "manipulación política", señala Carlos Monsiváis: "no creo que las becas controlen la inteligencia. Quien se sienta obligado a loar al gobierno que lo beneficia, ni entiende la diferencia entre el Estado y el gobierno, ni tampoco hubiese discrepado en lo mínimo de no existir el Sistema Nacional de Creadores. La inteligencia que se deja controlar por becas, de antemano no valía la pena."
    Por lo pronto, los buenos propósitos milenaristas sólo podrían llevarse a cabo, en el terreno de la poesía, por una "megageneración" armada con componentes convencionales. Afirma José Eduardo Serrato en Diez poetas jóvenes de México, por cierto, la única antología dedicada a autores de los sesenta: "Me nace la duda de cuántas generaciones reúno en este libro. En una década puede haber, de año a año, demasiadas diferencias generacionales [...] Necesitaremos de una perspectiva más amplia para distinguir grupos, escuelas y tendencias de estos diez creadores." Sin embargo, donde pueden encontrarse una o más generaciones clonadas, cabe también la posibilidad de hallar un círculo hermenéutico para leer el palimpsesto de la poesía emergente de México que, con las huellas de sus diversas escrituras (o con las máscaras culturales de sus autores), actualiza la modernidad deslindada por los Contemporáneos, atiende la poesía de otras lenguas (en especial la francesa) y dialoga con varias figuras tutelares hispanoaméricanas.


III

No es esta una casa sosegada. Camarillo, López Mills, Negrete, Rico, Lumbreras, De Aguinaga y Amara eluden el "doble juego" hermenéutico de Octavio Paz, "tradición y ruptura, unidad y pluralidad", propuesta fundamental de sus reflexiones sobre la cultura moderna. Al interesarse por poéticas anteriores, simultáneas o más recientes a las derivadas de El arco y la lira, esos autores cuestionan un canon de escritura que —en formulaciones como la de Eduardo Milán— propone "una línea local claramente marcada en el siglo: Contemporáneos-Paz-Montes de Oca-Lizalde-Zaid-Deniz y los más jóvenes que siguen a la poesía con rigor experimental, con un fervor de puesta al día histórico". El contexto de la cita, incluso su redacción, descubren la lectura privilegiada de cierta poética del "cambio", connatural al predominio de la imagen y de la metáfora vanguardistas; pero también una vocación exclusiva de modernidad (¿o posmodernidad?) mallarmeana. No afirmo que dicha búsqueda en los pliegues de otras tradiciones implique el desconocimiento de obras esenciales de la poesía en lengua española, ¿quién podría hacerlo sin arriesgarse al suicidio poético? "En una obra incipiente como la mía —declaró Ernesto Lumbreras con respecto a Paz— señalar el peso de una de las obras más sostenidas e innovadoras dentro de la literatura del presente siglo, reviste ante todo una pasión crítica como punto de partida y piedra de toque en toda aventura literaria. De manera directa o sesgada, lo que se cuestiona de este lado de la raya canónica es la imposición de construcciones monolíticas en un horizonte que, por su virtualidad orientada a la creación y la crítica, admite la coexistencia de varias tradiciones y perspectivas. Como señala el propio Paz: "la crítica tien e una función creadora: inventa una literatura (una perspectiva, un orden) a partir de las obras". Así entiende David Huerta esta tarea al ubicar a los poetas de la colección Mantícora: "No se parecen a la Espiga Amotinada porque no comparten un proyecto político/poético. No se parecen al cuadrilátero de los poetas de los sesenta: Pacheco, Montes de Oca, Aridjis, Zaid, muy cercanos a Paz en su momento y en cierto modo consagrados por la antología por antonomasia de esa década [...] No se parecen a ese par de poetas excluidos de las antologías de esos mismos años 60: Deniz, Lizalde." Pero ya que la materia poética suele resistirse a entrar en el aro de la crítica, debo añadir que la publicación posterior de Hoyos negros en la misma serie, modificaría el comentario previo por la proximidad retórica de Josué Ramírez con Gerardo Deniz. Por el momento, dejo atrás el camino (frecuentemente inseguro) de las "influencias" para arriesgarme en otra ruta.
    Al decidir cada poeta la manera de dirigirse a sus lectores, proponiendo una escala de distanciamientos expresivos acorde con las pautas de lectura de determinada tradición, se establece un juego de voces entre un sujeto concreto y los desdoblamientos sutiles de su personalidad. ¿Tendrá sentido aclarar que esos recursos de enunciación —llámense, en el terreno de la poesía, "hablante lírico", "yo poético" o máscaras heterónimas—, conforman estructuras y fundan o actualizan poéticas? Acudo a dos ejemplos extremos de escritura. Así empieza Música lunar de Efraín Bartolomé:

Vibro
Estoy cantando
Ilumino la oscuridad cantando
De la fruta ligeramente amarga del corazón
se levantan delgadas capas de una suave corteza
Capas ligeras como el aroma que se desprende bajo el sol
de un paquete compacto de grandes hojas de tabaco

Canto colectivo, oración comunitaria o rito en el altar de la Diosa, el dominio sacralizado de la poesía de Bartolomé se construye con las variaciones y fugas sobre los motivos iniciales o intermedios de sus poemas. Varias estrofas adelante de la citada leemos: "Ah pero la noche hizo fogatas bajo las construcciones / Y hay hombres calentando sus manos junto a las fogatas / Y los hombres tiemblan de frío y repiten entre dientes mi canto / y una fogata interna los calienta y humean / y se desprenden de sí mismos cantando / como en delgadas capas como en cortezas sucesivas".
    En contraste con los recursos concéntrícos de Bartolomé para convocar y retener la atención de un lector comunitario, participativo, Gerardo Deniz arma un tendido de señales extragenéricas que pueden defraudar las expectativas "líricas" de muchos lectores:

A esta hora se incendiaban los grandes bazares parisienses a
      [fines de siglo.
(¡Qué alta columna de esporas en la otra orilla:
caballeros volterianos,
cajas de papel de Armenia,
rollos de pianola,
religiosas con papalina,
petits fours!)
No escapaba ni una rata.
("Belle époque")

"A muy grandes rasgos podemos decir —advierte Pablo Mora— que la poesía de Deniz consiste en el ensamblaje, en un mismo texto, del lenguaje de distintas latitudes temáticas, articulado y asimilado como si fuera éste un lenguaje cotidiano, cuyo resultado es un objeto lleno de resonancias, construido con sus propias constelaciones, y donde, curiosamente, nada se dispara ni se aleja de la experiencia más cotidiana o del realismo más puro".
    Tanto el prestigio de los dispositivos de enunciación de Deniz y Bartolomé, como el léxico y la sintaxis que David Huerta y Coral Bracho incorporan de ciertos discursos filosóficos —pero también la eficacia de Francisco Hernández al trabajar con referentes literarios y culturales— permean la polifonía lírica de la poesía emergente de México; así se aprecia en la variedad de registros que van del rechazo a la retórica del sujeto expresivo al retorno de un yo comunitario, unívoco y animista, pasando por diversas gradaciones personales.
    La primera modalidad deja oír a quienes escriben a partir del agotamiento del significante y/o del referente de los "grandes temas", esos personajes absolutos (el Amor, la Poesía, la Muerte, la Soledad) que se niegan a desaparecer de la escena hispanoamericana. El "hablante lírico" de los poemas de Asiain, Helguera y Ramírez tiene que ver casi con todo (incluso con la poesía de Deniz, Milán y Gonzalo Rojas), menos con los desahogos de las "experiencias vitales". Cuando éstas intentan filtrarse en los poemas, prosas y greguerías de Helguera, la cotidianidad o el escepticismo acaban por corroerlas. En esta tendencia hay matices visibles: de manera señalada, los que aportan varios poemas de República de viento; cuyo sustrato emotivo se metamorfosea en experiencia erótica o reflexión escritural, temas y maneras que tampoco son ajenos al libro más reciente de Ramírez, Tepozán. De ida y vuelta, las actitudes extremas se escuchan en las polémicas. Dice Asiain en un "Soneto" que tercia en la discusión sobre el cadáver del "significante":

Yo también le di muerte al referente,
pero no me quedó más que el recibo
que me dieron por no entregarlo vivo:
una forma vacía, un aire ausente
[...]
Antes saqué buen jugo de experiencias
vitales. Todo por servir se acaba.
Ni cuidados me quedan, ni querencias.

No deja de ser significativo que el poema esté dedicado a Deniz, Milán y Severo Sarduy, lectores atentos de esta poética que cuenta, también, con la sanción de figuras emblemáticas: para Gabriel Zaid "la poesía más radicalmente nueva que se ha escrito en México está en Picos pardos".
    En contraste con la experiencia moderna del yo fracturado, Baudelio Camarillo —pero no sólo él, también decenas de seguidores menos talentosos de Sabines y Bartolomé— remonta el trizadero de los "hablantes líricos" urbanos para configurar un yo colectivo que alienta la existencia de su comunidad local. Ecos del primer López Velarde atento a los regionalistas belgas y españoles del postrer romanticismo, los poemas de Camarillo vuelven sobre las huellas de una poética latente que, como en las polémicas del anterior fin de siglo entre modernistas "aldeanos" y citadinos, busca su propio margen de modernidad frente a los valores prestigiados de la cultura urbana. Esta "resturación vernácula" con tintes regionalistas y acentos étnicos ha sido estudiada por Evodio Escalante en poetas que preceden a Camarillo: Luis Miguel Aguilar, José Luis Rivas, Bartolomé, Luis Cortes Bargalló y Marco Antonio Jiménez.
    Frente al precipicio que supone la pregunta vigente de Hölderlin, ¿para qué poesía en un tiempo sin dioses?, no deja de resultar inquietante la búsqueda de una territorialidad para el acto de escribir y leer poemas. Tal vez por ese cuestionamiento sesgado al poeta nómada o forajido, ninguna poesía incomoda tanto nuestras aspiraciones ascendentes de modernidad como el yo unívoco de esta tendencia animista, acusada de no crear su propia forma, o de ceñirse el traje de pierrot en una escenografía falsamente romántica. Sólo con un instinto nostálgico de "buen salvaje" podría ignorarse la grandilocuencia y excesos de una retórica lastrada por la aspiración del culto intemporal a lo Poético, que vive en La casa del poeta y otros poemas, de Camarillo, uno de sus momentos culminantes. Es innegable que la irrrupción acrítica del horizonte fundacional de los Contemporáneos no garantiza por sí misma un retorno benéfico a otras tradiciones.
    A las poéticas en coro, las matizan el dialogismo cultural de María Baranda opuesto a la "restauración vernácula", cuestionada también por los aciertos plásticos y la visión corrosiva, kitsch, de Roberto Rico y Ernesto Lumbreras; asmismo, las coloran el lirismo emotivo de Tedi López Mills contenido por su voluntad de perfección formal, la capacidad de D'Aquino para dialogar con obras prestigiadas o poco atendidas dentro del canon (la de Tablada y Bernardo Ortiz de Montellano, respectivamente), la persistente marginalidad escritural de Negrete, los procedimientos intertextuales de Eduardo Vázquez Martín, Javier España y Samuel Noyola, la madurez temprana de Luis Vicente de Aguinaga y Luigi Amara, avanzada de los nacidos después de 1970.
    Atentos a la polifonía lírica de estas voces emergentes, tratamos de entender el origen, desarrollo y continuidad de la poesía de los ochenta, la persistencia de quienes escriben al margen de las comunidades prestigiadas en el centro y fuera de éste, el surgimiento de voces inusitadas por su capacidad crítica y dominio formal. Esperamos que nuestra lectura contribuya a reconocer ese "pequeño paraíso" con el que soñó Voltaire, en donde los moradores de otra casa en el horizonte estén dispuestos a compartir la misma habitación imaginaria, el mismo espacio de diálogo en el que habite la poesía.


Gustavo Jiménez Aguirre
Ciudad de México, marzo de 1997



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