OCTAVIO PAZ POR ÉL MISMO
1944-1954
 
 
l. LOS ESTADOS UNIDOS: 1944-1945

En mi niñez había vivido en California pero el verdadero encuentro comenzó en 1943 y se prolongó hasta diciembre de 1945. Solicité ¡y obtuve! una beca Guggenheim. Esto era en plena guerra mundial, en la época de la gran alianza entre los rusos y los norteamericanos. Yo me encontraba en una situación muy difícil, no sólo en el sentido material sino en el moral y el político. En fin, sentí que me ahogaba en México y que tenía que cambiar de país si no quería morirme de asfixia, tedio y rabia. Por fortuna, conseguí la beca y fui a dar a los Estados Unidos. Viví en San Francisco y en Nueva York, pasé un verano en Vermont y dos semanas en Washington, desempeñé oficios diversos, traté toda clase de gente, pasé estrecheces, conocí días de exaltación y otros de abatimiento, leí incansablemente a los poetas ingleses y norteamericanos y, en fin, comencé a escribir unos poemas libres de la retórica que asfixiaba a la poesía que, en esos años, escribían los jóvenes en Hispanoamérica y en España.
 

Destino del poeta

¿Palabras? sí, de aire,
y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos,
breve aroma que el aire desvanece.

También la luz en sí misma se pierde.

 
El primer año viví de la beca y el segundo de trabajos y empleos pintorescos. Como necesitaba ganar algo de dinero decidí alistarme en la marina mercante, un trabajo más bien peligroso en tiempos de guerra. Tuve suerte y no me aceptaron. Fui profesor de verano en Middleburry, en Vermont. Trabajé en el “doblaje” de películas y en la radio. Vagué de aquí para allá. En San Francisco las pasé negras. Vivía en un hotelito pero se me acabó el dinero. Le conté mi predicamento al gerente del hotel -un señor Mendelson, excelente persona- y él me propuso una ganga: vivir en el basement. Allí había instalado un club de ancianas. Se reunían todas las tardes. Había un pequeño vestuario, casi un closet, y ésa fue durante meses mi habitación. La única lata era que yo tenía que esperar a que las viejas se fuesen para entrar a mi cueva. Pero los días de San Francisco fueron maravillosos, una suerte de embriaguez física e intelectual, una gran bocanada de aire libre. Allí comencé mi camino en poesía, si es que hay caminos en poesía.
 
***
Intenté salir a la noche
y al alba comulgar con los que sufren,
mas como el rayo al caminante solitario
sobrecogió a mi espíritu una lívida certidumbre:
había muerto el sol y una eterna noche amanecía,
más negra y más oscura que la otra,
y el mundo, los árboles, los hombres, todo, yo mismo,
sólo éramos los fantasmas de mi sueño,
un sueño eterno, ya sin día ni despertar posible,
[...]
Porque nada, ni siquiera la muerte, acabaría con este
sueño.
 
Escribí ese poema [“Soliloquio de medianoche”] en 1944, en los Estados Unidos, cuando finalizaba la segunda guerra mundial. Atravesaba por un periodo de duda y desaliento. Me sentía anonadado, pequeño e impotente ante la inmensa, insensata carnicería (todavía no sabíamos lo peor: lo ocurrido en los campos de concentración de los nazis). Quise expresar mi incertidumbre, mis náuseas ante la historia y ante mí mismo. No lo conseguí: el horror de nuestra época sobrepasa a todos los poemas.

Mi estancia en los Estados Unidos fue una gran experiencia, no menos decisiva que la de España. Por una parte, la realidad asombrosa y terrible de la civilización norteamericana; por otra, la lectura y descubrimiento de unos cuantos grandes poetas: Eliot, Pound, William Carlos Williams, Wallace, Stevens, Cummings.
 

         Epitafio para un poeta

Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.
 

El pachuco y otros extremos
 
Mi admiración y simpatía por los norteamericanos tenía un lado oscuro: era imposible cerrar los ojos ante la situación de los mexicanos, los nacidos allá y los recién llegados. Pensé en los años pasados en Los Ángeles, en los trabajos de mi padre para abrirse paso en el destierro, en mi madre hormiga providente. Aunque no sufrimos las penalidades de la mayoría de los inmigrantes mexicanos, no era necesaria mucha imaginación para comprenderlos y simpatizar profundamente con ellos.
 
-Éramos tres: un negro, un mexicano
y yo. Nos arrastramos por el campo,
pero al llegar al muro una linterna...
(-En la ciudad de piedra
la nieve es una cólera de plumas.)
-Nos encerraron en la cárcel.
Yo le menté la madre al cabo.
Al rato las mangueras de agua fría.
Nos quitamos la ropa, tiritando.
Muy tarde ya, nos dieron sábanas.
 
Empecé a comprender lo que significaba ser mexicano porque me sentí solidario de los mexicanos maltratados, de los “pachucos”, de los que ahora llaman chicanos. Me sentí un chicano y pensé que el chicano era uno de los extremos del mexicano. Me di cuenta de que los mexicanos teníamos la posibilidad de convertirnos en ese ser oprimido, marginal que es el pachuco. Me reconocí en los pachucos y en su loca rebeldía contra su presente y su pasado. Rebeldía resuelta no en una idea sino en un gesto. Recurso del vencido: el uso estético de la derrota, la venganza de la imaginación. Volví a la pregunta sobre mí y mi destino de mexicano.
 
El pachuco no quiere volver a su origen mexicano;
tampoco -al menos en apariencia- desea fundirse
a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que
se niega a sí mismo, nudo de contradicciones,
enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo:
pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada
y dice todo... Queramos o no, estos seres son
mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el
mexicano.
Incapaces de asimilar una civilización que, por lo
demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado
más respuesta a la hostilidad ambiente que esta
exasperada afirmación de su personalidad. El
pachuco ha perdido toda su herencia: lengua,
religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un
cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas
las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo
tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe. En la
persecución alcanza su autenticidad, su verdadero
ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que
no pertenece a parte alguna. El  pachuco es la presa
que se adorna para llamar la atención de los cazadores.

La persecución lo redime y rompe su soledad: su
salvación depende del acceso a esa misma sociedad
que aparenta negar.
 

Encuentros l: Robert Frost

Después de veinte minutos de caminar por la carretera, bajo el sol de las tres, llegué por fin al recodo. Torcí hacia la derecha y empecé a trepar la cuesta. Me dirigí hacia la cabaña. Era una casita de madera vieja y despintada, grisácea por los años. Las ventanas no tenían cortinas: me abrí paso entre las hierbas y me asomé. Adentro, sentado en un sillón, estaba el viejo.
     -Mi hija me ha dicho que el paisaje de su país es muy dramático.
     -La naturaleza es hostil allá abajo. Además, somos pocos y débiles. Al hombre lo devora el paisaje y siempre hay el peligro de convertirse en cacto.
     -Me han dicho que los hombres se están quietos por horas enteras, sin hacer nada.
     -Por las tardes se les ve, inmóviles, al borde de los caminos o a la entrada de los pueblos.
     -¿Así piensan?
     -Es un país que un día se va a convertir en piedra. Hay pajaritos de barro cocido y es muy extraño verlos volar y oírlos cantar, porque uno se acaba de acostumbrar a la idea de que son pájaros de verdad.
     -La vida es como la poesía, cuando el poeta escribe un poema. Empieza por ser una invitación a lo desconocido: no se sabe si en el próximo verso nos espera la poesía o si vamos a fracasar. Y esa sensación de peligro mortal acompaña al poeta en toda su aventura.
     -Tiene usted razón. La poesía es la experiencia de la libertad. El poeta se arriesga, se juega el todo por el todo del poema de cada verso que escribe.
     -Y no se puede uno arrepentir. Cada acto, cada verso, es irrevocable, para siempre. En cada verso uno se compromete para siempre. Pero ahora la gente se ha vuelto irresponsable. Nadie quiere decidir por sí mismo. Como esos poetas que imitan a sus antecesores.
     -¿No cree usted en la tradición?
     -Sí, pero cada poeta ha nacido para expresar algo suyo. Y su primer deber es negar a sus antepasados, a la retórica de los anteriores. Cuando empecé a escribir me di cuenta de que no me servían las palabras de los antiguos; era necesario que yo mismo me creara mi propio lenguaje. Y ese lenguaje -que sorprendió y molestó a muchas personas- era el lenguaje de mi pueblo, el lenguaje que rodeó mi infancia y mi adolescencia. Tuve que esperar mucho tiempo para encontrar mis palabras. El poeta crea su propio lenguaje. Y luego debe luchar contra esa retórica. Nunca debe abandonarse a su estilo.
     -No hay estilos poéticos. Cuando se llega al estilo, la literatura sustituye a la poesía.
     -Esa era la situación de la poesía norteamericana cuando empecé a escribir. Allí empezaron todas mis dificultades y mis aciertos. Y quizá sea necesario luchar contra la retórica que hemos creado. Hay que mofarse un poco de todo esto. Desconfíe de los que no saben reír.
 
 Y se reía con una risa de hombre que ha visto llover y, también, de hombre que se ha mojado. Nos levantamos y salimos a dar una vuelta. Bajamos por la colina. El perro salta delante de nosotros. Al salir me dijo:
     -Y sobre todo desconfíe de los que no saben reírse de sí mismos. Poetas solemnes, profesores sin humor, profetas que sólo saben aullar y discursear. Todos esos hombres son peligrosos.
 Llegamos al recodo. Vi el reloj: habían pasado más de dos horas.
     - Creo que me debo ir. Me esperan allá abajo, en Bread Loaf.
 Me tendió la mano:
     -¿Sabe el camino?
     -Sí -le contesté. Y le estreché la mano. Cuando me había alejado unos pasos, oí su voz:
     -¡Vuelva pronto! Y cuando regrese a Nueva York, escríbame. No lo olvide.

        [Vermont, junio de 1945]
 
ll PARÍS: 1946-1951

Llegué a París en diciembre de 1945. Francisco Castillo Nájera había sido amigo de mi padre y había participado, como él, en la Revolución Mexicana. Lo nombraron Ministro de Relaciones Exteriores y me ofreció ingresar en el servicio diplomático. Yo en aquellos días (1945) vivía con mucha dificultad y pobreza en Nueva York, de modo que acepté desde luego. El poeta José Gorostiza, admirable poeta, era el Jefe del Servicio Diplomático y decidió enviarme a París. Un París sin gasolina, sin calefacción, racionado, hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del mercado negro. En Francia los años de la segunda postguerra fueron de penuria pero de gran admiración intelectual. Fue un periodo de gran riqueza, no tanto en el dominio de la literatura propiamente dicha, como en el de las ideas y el ensayo. Yo seguía con ardor los debates filosóficos y políticos. Atmósfera encendida: pasión por las ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponibilidad. Al poco tiempo encontré amigos afines a mis preocupaciones intelectuales y estéticas.

Cuando llegué a París, el existencialismo era lo que estaba de moda. Pero el existencialismo de Sartre no me decía nada sobre lo que era importante para mí, sobre el centro de mi vida que era la poesía. En aquel momento el único movimiento en decadencia, pero vivo todavía, era el surrealismo. Y era un movimiento que política y moralmente coincidía en lo fundamental conmigo, porque habla de algo que se vio en el 68, pero que parecía ridículo entonces: la importancia de las pasiones. Es decir, el hombre no sólo es un ser que trabaja, es también un ser que sueña, un ser que desea.
 
Encuentros ll: Albert Camus

La primera vez que vi a Camus fue en un homenaje a Antonio Machado, en París. Los oradores fuimos Jean Cassou y yo; María Casares recitó unos poemas. A la salida, terminando el acto, un desconocido de gabardina se me acercó para manifestarme calurosamente su aprobación por lo que yo había dicho. María Casares me dijo: es Albert Camus. Eran los años de su celebridad y yo era un poeta mexicano anónimo, perdido en el París de la postguerra. Su acogida fue muy generosa. Nos vimos después varias veces y juntos participamos, en 1951, en un mitin en celebración del 18 de julio, organizado por un grupo de anarquistas españoles y en el que participó también María Casares. Leí algunos capítulos de L’Homme révolté en revistas y él mismo me contó -por decirlo así- el argumento general de la obra. Discutimos mucho algunos puntos -por ejemplo, sus críticas a Heidegger y al surrealismo- y le previne que el capítulo sobre Lautréamont provocaría la cólera de Bretón. Así ocurrió. Creo que a todos nos dolió esa  escaramuza, sin excluir al mismo Bretón. Años después le oí  hablar de Camus con encomio.
 
En esos días Sartre estrenó Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y le dije: “Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará”. Me miró con incredulidad y me respondió: “Tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos en Malraux. Me he alejado de él por su posición política. Al otro Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char -un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará”. Me sorprendió su respuesta y le dije: “Sí, Malraux nunca lo atacará. Se lo prohibe su estética heroica y teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted -o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bom Dieu révolté tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en L’ Homme révolté y condenará a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico...” No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María Casares: “¿Cómo está Alberto?” Me contestó: “Se pasea por la casa como un toro herido”.

En Camus me encantó su amor, tan de hombre del Mediterráneo, por el sol y la belleza física, corporal. Para él los sentidos existían realmente y veía al mundo como un conjunto no sólo de signos sino de formas, formas que se podían ver, o leer, oír, tocar. Me inspiró admiración el temple de su carácter tanto como la claridad de su inteligencia y su generosidad. Amante de la libertad y solidario de las víctimas, pero irreductiblemente solitario. Un verdadero estoico, a la manera antigua. No enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y Aragón, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos.

 
***

Escribí ¿ Águila o sol? entre 1949 y 1950. Me parece ser el libro mío más cercano al surrealismo. En casi todos esos textos está, más o menos presente, el automatismo. Nunca me entregué totalmente a la escritura automática. El libro es una especie de mezcla de surrealismo y preocupación por el mundo precolombino.
 
Fue una exploración del subsuelo mítico de México y una autoexploración de mi propio subsuelo.

Dama huasteca
Ronda por las orillas, desnuda, saludable, recién salida del baño, recién salida de
la noche. En su pecho arden joyas arrancadas al verano. Cubre su sexo la yerba
lacia, la yerba azul, casi negra, que crece en los bordes del volcán. En su vientre
un águila despliega sus alas, dos banderas enemigas se enlazan, reposa el agua.
Viene de lejos, del país húmedo. Pocos la han visto. Diré su secreto: de día, es
una piedra al lado del camino; de noche, un río que fluye al costado del hombre.
 
Encuentros III: André Breton y los surrealistas

Al poco tiempo de vivir yo en París, regresaron André Breton y Benjamin Péret. Éste último me llevó al café de la Palace Blanche, donde se reunían los surrealistas. A los pocos días, invitado por Breton y Péret, colaboraba en una revista y en manifestaciones surrealistas. Desde el punto de vista estético, la curva del surrealismo era descendente. Su gran hora había pasado ya. Yo llegué tarde. Pero hablo desde el punto de vista de la estética, punto de vista siempre insuficiente. El surrealismo, a pesar de que poética y artísticamente se había convertido en un manierismo, guardaba intactos sus poderes de revelación y subversión, no tanto en el arte como en la esfera de la moral pública y privada. Era menos actual que el existencialismo, pero era más vivo y sobre todo tenía más futuro, como ser vio después en los sucesos de mayo de 1968, en los que realmente lo que estaba detrás de la rebelión juvenil era sobre todo el pensamiento poético del surrealismo. Yo lo vi como un puente que me unía a la gran tradición romántica y simbolista y que, simultáneamente, me llevaba a un futuro inminente. Ya entonces me sentía, obscuramente, un postsurrrealista.

Al surrealismo le debemos, o al menos le debo yo, algo más que una poética y una estética. Le debemos una moral, una visión del mundo y, más que una idea, una sensibilidad, una manera de ver, sentir y vivir las ideas. En política le debemos la revaloración de la tradición libertaria y anarquista, fuente de salud frente a las tendencias de la izquierda y la derecha en nuestro siglo.

Debemos también a Breton el redescubrimiento de Fourier, ese mal llamado socialista utópico: su visión del hombre como un ser regido por la atracción pasional, no es utópica. Otra deuda con el surrealismo: su afirmación del amor único, el amor electivo. Los surrealistas estuvieron por la plena libertad sexual, pero como previa condición para que se pudiese realizar la operación más alta de Eros: la elección. En la esfera de nuestra tradición poética y espiritual, le debemos algo muy precioso: la revaloración de la corriente hermética desde los días en que Marcello Piccino descubre la tradición neoplatónica y hermética hasta la época contemporánea.

Es imposible comprender a los románticos, a los simbolistas y a los contemporáneos si no se tienen en cuenta las corrientes herméticas y ocultistas. En fin, el surrealismo fue, ante todo y sobre todo, una escuela de rebelión, mejor dicho una antiescuela.
 

                                                 
 
el surrealismo
                     pasó pasará por México
[...]
no éste
            el otro enterrado siempre vivo
[...]
Por subterráneo de la insurgencia
                                                   bajaron
subieron
              de la cueva de estalactitas
a la congelada explosión del cuarzo
                                                      Artaud
Breton Péret Buñuel Leonora Remedios Paalen
                                                                        Alice
Gerzo Frida Gironella
                                  César Moro
convergencia  de insurgencias
                                             allá en las salas
la sal as sol a salas olas
                                     allá
las alas abren las salas
                                    el surrealismo
NO ESTÁ AQUÍ
                             allá afuera
                                               al aire libre
al teatro de los  ojos libres.
                                           cuando lo cierras
los abres
                no hay adentro ni afuera
en el bosque de las prohibiciones
                                                   lo maravilloso
canta
            cógelo
                        está al alcance de la mano
 

                                          ***

 
París es un lugar de encuentro --en esa época lo fue-- para los latinoamericanos. En aquel periodo conocí a varios argentinos: José Bianco, Victoria Ocampo, Bioy Casares y Silvina Ocampo.
 
También conocí a muchos peruanos, entre ellos, a Fernando de Scyzlo, a la poeta Blanca Varela, al poeta nicaragüense Martínez Rivas y a muchos otros que formábamos el pequeño grupo donde leíamos nuestras cosas y ¡claro! al dejar París en 1950 conocí finalmente a Julio Cortázar, con el cual tenía yo una vieja amistad epistolar. Después volví a verlo con mucha frecuencia. Me parece que en algunos momentos las tentativas literarias de Cortázar y las mías me han cruzado, él en la prosa y yo en la poesía. Me parece que es el escritor latinoamericano con el cual tengo más afinidad literaria, en esta tentativa por encontrar ciertos cruces entre el texto literario, el texto poético y otras formas de expresión. De esa época viene mi amistad con el pintor chileno Matta, y con Severo Sarduy, el cubano. Realmente había una atmósfera propicia a la creación.

III. PRIMER VIAJE AL ORIENTE (1952) Y RETORNO A MÉXICO (1953)
 

Mutra

Recuerdo que una tarde, en Mutra, ciudad sagrada del hinduismo, tuve ocasión de asistir a una pequeña ceremonia a la orilla del Jumma. El rito es muy simple: a la hora del crepúsculo un bramín asciende, sobre un pequeño templete, el fuego sagrado y alimenta a las tortugas que habitan los márgenes del río; después, recita un himno mientras los devotos tañen campanas, cantan y queman incienso. Aquel día asistían a la ceremonia dos o tres decenas de fieles de Krisna, cuyo gran santuario se encuentra a cuantos kilómetros. Cuando el bramín hizo el fuego (¡y qué débil aquella luz frente a la noche inmensa que empezaba a levantarse frente a nosotros!) los devotos gritaron, cantaron y saltaron. Sus contorsiones y gritos no dejaron de causarme desprecio y pena. Nada menos solemne, nada más sórdido, que aquel fervor desmedrado. Mientras crecía el pobre griterío unos niños desnudos jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía. Todo continuaba su vida de siempre y las únicas que parecían exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida. Al fin, todo se quedó quieto. Los mendigos regresaron al mercado, los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se reducía el culto a Krisna?
 
Visión de la confusión cósmica, revelación del caos. Entrañas del ser al descubierto, reverso de la presencia, el caos es el amasijo primordial, el antiguo desorden y, asimismo, la matriz universal. Experimenté una sensación parecida en el gran verano de la India, durante mi primer visita, en 1952. Caído en la gran boca jadeante, el universo me pareció una inmensa, múltiple fornicación. Vislumbré entonces el significado de la arquitectura de Konarak y el ascetismo erótico. La visión del caos es una suerte de baño ritual, una regeneración por la inmersión en la fuente original, verdadero regreso a la "vida anterior". "Mutra" lo escribí en mi primer viaje a la India y en este poeta hay una lucha en contra de la tentación a lo Absoluto, y de ahí el elogio a la geometría, una invención griega frente al imperialismo de lo sagrado y sus dioses.

 
Como una madre demasiado amorosa, una madre terrible que
            ahoga,
como una leona taciturna y solar,
como una sola ola del tamaño del mar,
ha llegado sin hacer ruido y en cada uno de nosotros se
            asienta como un rey
y los días de vidrio se derriten y en cada pecho erige un
             trono de espinas y de brazas.
y su imperio es una hiposolemne, una aplastada respiración de
            dioses y animales de ojos dilatados
y bocas llenas de insectos calientes pronunciando una misma
            sílaba día y noche, día y noche.
¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo!
[...]
Pero en mi frente velan armas la adolescencia sus imágenes,
             sólo tesoro no dilapidado:
naves ardiendo en mares todavía sin nombre y cada ola
             golpeando la memoria con un tumulto de recuerdos
(el agua dulce en las cisternas de las islas, el agua dulce de
             las mujeres y sus voces sonando en la noche como muchos
             arroyos que se juntan,
la diosa de ojos verdes y palabras humanas que plantó en
             nuestro pecho sus razones como una hermosa procesión de
             lanzas,
la reflexión sosegada ante la esfera, henchida de sí misma
como una espiga, mas inmortal, perfecta, suficiente,
la contemplación de los números que se lanzan como notas o amantes,
el universo como una lira y un arco y la geometría vencedora
            de dioses, ¡única morada digna del hombre!)
 

El regreso

En 1953, tras nueve años de ausencia, regresé a México: era otra ciudad. Una ciudad todavía agradable aunque ya empezaba e convertirse en el monstruo de ahora. Encontré una nueva generación,  muy distinta a la que había dejado. Cuando me fui, los escritores maduros eran los Contemporáneos y yo era uno delos escritores jóvenes. Cuando regresé, Rulfo había ya escrito sus obras maestras. Aparecían los primeros textos de Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Tomás Segovia. No tardarían en surgir Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y, del lado de los prosistas, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y otros. Esos muchachos me buscaron y no tardamos en hacernos amigos. De esas reuniones y conversaciones surgió la  Revista Mexicana de Literatura.

Había dos refugios, dos islas: La Revista de la Universidad, que dirigía el poeta Jaime García Terrés, y el suplemento literario y artístico de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Había un grupo de muchachos de padres españoles: Xirau, García  Ascot, Durán y otros. Pertenecen a estos años los experimentos teatrales de Poesía en voz alta. Jaime García Terrés había concebido Poesía en voz alta como una serie de espectáculos en los que jóvenes actores y actrices recitaran poemas. Nos invitaron, a Leonora Carrington y a mí, para encargarnos un programa de poesía surrealista, pero nosotros propusimos que en lugar de la declamación de poemas, se representasen obras breves, lo mismo clásicas que de vanguardia, y también, añadí yo en un arranque, obras nuestras. Yo no había escrito ninguna, y como me tomaron inmediatamente la palabras, mi imprudente proposición me obligó a escribir en dos semanas La hija de Rapaccini. Al lado de la literatura y el teatro, la pintura. En esos años regresó Rufino Tamayo y se generalizó la rebelión contra la academia de lugares comunes pictóricos. nacionalistas y pseudorevolucionarios en que había degenerado el muralismo. La acción de Juan Soriano y de otros solitarios y marginales como Gerzso, fue decisiva. Un poco más tarde aparecieron José Luis Cuevas y, casi simultáneamente, Felguérez, Gironella, Rojo, Lilia Carrillo y otros artistas. Amanecía otra vez en México. Pero lo que los sajones llaman el "establecimiento" artístico y literario seguía dormido y no enteró de que la sensibilidad artística y el temple intelectual habían cambiado radicalmente. Lo mismo sucedió en 1968: el establecimiento no se dio cuenta de que se había operado un cambio en la sensibilidad política de la juventud y de la clase media.

No llegan siempre en forma de palabras
Brota una espiga de unos labios
Una forma veloz abre las alas
                                                            Imprevistas
Instantáneas
Como en la infancia cuando decíamos "ahí viene un barco cargado de..."
Y brotaba instantánea imprevista la palabra convocada
                                   Pez
                                               Álamo
                                                             Colibrí
Y así ahora de mi frente zarpa un barco cargado de iniciales
Ávidas de encarnar en imágenes
                                                             Instantáneas
Imprevistas cifras del mundo
La luz se abre en las diáfanas terrazas del mediodía
Se interna en el bosque como una sonámbula
Penetra en el cuerpo dormido del agua

Por un instante están los nombres habitados

                                               ***
 

 Anthony Stanton
 (Selección y montaje de textos)
 
Primera edición: periódico Reforma, 9 de abril de 1994,  pp. 12D y 13D
 
 
 
(1934-1944)  (1954-1964) 


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